Después de muchos años regresé con entusiasmo a escuchar misa. Creo que nunca he perdido la fe, pero tal vez la he dejado guardada en algún cajón con llave y no encuentro el llavero. Tampoco se me ha ocurrido buscarlo.
Es Domingo de Ramos y en la misa de hoy no sólo se recordó la resurrección de Cristo, sino también la despedida de una excelente persona, un gran amigo e inolvidable consejero: el padre Ricardo Wiesse Thorndike o el Papi, como lo conocemos nosotros, un grupo de ex acólitos, aquellos mozalbetes que en la década del 80 disfrutábamos con acompañarlo en la celebración de las misas dominicales en la parroquia Sagrado Corazón de Jesús de Barranco.
Según me contó Julio Vargas, mi entrañable amigo, el Arzobispado limeño, con el discutido José Luis Cipriani a la cabeza, "ha dispuesto" que se remodele la iglesia que nos acogió en la niñez, adolescencia y parte de nuestra juventud. Una parte de su estructura, la que colinda con la avenida Grau, frente al parque Confraternidad, deberá ser demolida y en su lugar se levantará un nuevo ingreso al templo.
Si embargo, estas obras, necesarias por cierto, viene con un cruel regalo bajo el brazo: la salida del padre Ricardo, a quien considero un hombre camino a la santidad, y su retiro definitivo de la parroquia que, según tengo entendido, ayudó a construir desde sus cimientos, incluso a costas de su propio patrimonio personal.
El anuncio de su salida nos ha dolido a todos los ex acólitos, a todos los feligreses de la parroquia y a parte de los barranquinos y -valgan verdades- genera suspicacia si se tiene en cuenta que Cipriani es del Opus Dei, congregación religiosa que tiene la fama de excluyente. Tal vez nos equivoquemos pero la mala espina que genera su presencia, queda flotando en el aire.
El templo ha estado repleto. Como casi siempre, desde que dejamos de asistir con frecuencia al Sagrado Corazòn, acostumbramos a permanecer parados cerca de la sacristía, juntos, escuchando la misa y haciéndonos bromas de rato en rato, como antes.
Pero hoy, como que no había ganas de nada. Ese nudo en la garganta me hincaba el alma en cada palabra que decía el Papi en el Altar. Estuve parado junto a Cesar Vargas, hermano mellizo de Julio, y otro gran amigo. Cada uno con su cámara de foto, captabamos cada uno de los gestos del padre Ricardo, incluso nos arrodillamos frente a la primera fila para cumplir con nuestro objetivo personal. Ambos, en silencio, sabíamos que serán las últimas fotos que tengamos del Papi.
Acabada la misa, Julio colocó una gran silla entre el Altar y la nave central. La idea era evidente: que el padre Ricardo se sentará allí y se despidiera de cada uno de sus feligreses. Poco antes fuertes aplausos resonaron por varios minutos en el templo que tanto tiempo nos cobijó. Nunca había escuchado tanto fervor, tanto agradecimiento y cariño en el batir de las palmas de cientos de personas reunidas en el Sagrado Corazón.
Nosotros fuimos los últimos, como siempre, en disfrutar de su compañía. Había pasado cerca de una hora para que la multitud, luego de despedirse de El Papi, abandonará el templo. Quedabamos los amigos más cercanos y, entre ellos, nosotros, los ex acólitos Santo Domingo Savio.
Las fotos, las sonrisas y por allí una que otra lágrima escondida hicieron de este Domingo de Resurrección un encuentro con Dios, pero para nosotros, un reencuentro con un inmejorable amigo, aquel que cobijó nuestras inocencias infantiles, soportó nuestra palomilladas , pero también nuestras redimentes confesiones personales, y a quien llevaremos en el corazón cuando partamos de este mundo.
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